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Nacionalismo y nación en la guerra de Ucrania

Nacionalismo en la guerra de Ucrania

A muchos les habrá extrañado la inesperada ausencia del debate nacional en la guerra de Ucrania. Yo lo veo lógico. Los nacionalismos, grandes, pequeños, de derechas, izquierdas y todas las restantes señas ideológicas, atraviesan un momento delicado. Su crisis es triple: de concepto, vocacional y de imagen pública. En el debate nacional llueve sobre mojado. Después de un siglo, nada nuevo ha logrado aportarse a las reflexiones del historiador alemán Friedrich Meinecke (1862-1954), que fue el primero en diferenciar entre estado y nación. Aparte de eso, es un hecho que las militancias nacionalistas en todo el mundo ya no manifiestan el mismo entusiasmo por sus ideales. Líderes y militancias de base sucumben por doquier al más cínico de los pragmatismos (en Euskadi no hay que ir lejos para encontrar ejemplos). Finalmente, de cara a la galería, ¿qué vamos a decir? Tanto los medios occidentales como Celensqui hacen un enorme esfuerzo por barrer debajo de la alfombra los activos más tóxicos de la causa ucraniana: Stepan Bandera, el batallón Azov, la División Galitzia y los crímenes de la Segunda Guerra Mundial. No está el horno para cocer un buen buñuelo patriótico. Ni en Ucrania ni en Omnium ni en las campas de Salburua.

Pero volvamos al debate clásico. Vladimir Putin -y con él todo su entorno- sostienen que Ucrania no es una nación. Esta postura explica en gran parte el cinismo y la contundencia del gobierno ruso en su tratamiento del problema geopolítico de Europa Oriental. Para los dirigentes del Kremlin, Ucrania es un pastiche de etnias y secciones de territorio que desde la Edad Media han estado bailando entre diversos reinos, confederaciones e imperios: la Horda de Oro, la Rusia de los Zares, Polonia, el Imperio Austrohúngaro, la Mancomunidad Lituanopolaca, la Alemania Nazi y la Unión Soviética. Orígenes, idioma y cultura, aunque no dejan de ser algo específico, proceden del mismo substrato originario que el resto de los pueblos eslavos. En tales circunstancias, y sin un estado nacional poderoso y bien organizado, como los de Europa Occidental, ¿qué queda de la nación ucraniana? ¿Dónde está? ¿Hay algo más que folklore, camisas de lino y banderitas amarillas y azules en Twitter?

Dejando de lado el elemento catalizador que supuso la opresión rusa, el nacionalismo ucraniano surge como resultado de la misma dinámica cultural y social que dio origen a los nacionalismos alemán, catalán, vasco o asturiano. Todos ellos fueron creados en los siglos XVIII y XIX por reducidos grupos de funcionarios cultos e intelectuales interesados en el desarrollo literario de las respectivas lenguas vernáculas. Su extensión a las masas, y el papel relevante que tuvieron en la historia contemporánea, es el resultado de la acción de partidos políticos dirigidos por líderes carismáticos e ideólogos de gabinete. En algunos casos se han podido constituir estructuras políticas sólidas. En otros, no.

Ucrania se encuentra en esta última situación. Y no es la única. Lo cierto es que, después de dos siglos de revoluciones, guerras, crisis económicas y pandemias globales, nada ha cambiado. Hasta la fecha, nadie ha conseguido resolver el problema esencial de la falta de correspondencia entre la nación cultural, domininada por unos lobbies lingüísticos y folklóricos que se mantienen a flote gracias a las subvenciones públicas, y un estado político fuerte, autoritario, bien provisto de recursos y titular de derechos de soberanía reconocidos por la Comunidad Internacional.

Esto es lo que hay. Y también lo que seguirá habiendo después de la guerra, tanto en Ucrania como en cualquier otro país del mundo. Porque la actividad diplomática y los negociadores resuelven problemas de equilibrio geopolítico. Pero no dan respuesta a cuestiones relacionadas con la territorialidad, la cultura y el sentimiento nacional.

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