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Tres errores fatales de Europa

Europa

Desde que comenzó la pandemia del Covid, Europa ha experimentado un proceso acelerado de declive como jamás se había visto en la historia de la Unión. No por mala suerte ni maquinaciones de agentes provocadores. La culpa la tienen la incompetencia y la corrupción de los propios cuadros dirigentes europeos. Y también una serie de decisiones equivocadas que demuestran que tanto los burócratas que dirigen las instituciones comunitarias como los jefes de gobierno de los diferentes estados carecen del menor nivel de profesionalidad. Lo que vemos no son estrategias coherentes, sino una sucesión anárquica de medidas improvisadas que se toman como simple reacción a las urgencias del momento, de un día para otro y en consonancia con los imperativos de la corrección política o el qué dirán. En general, son tres los grandes errores cometidos por nuestra clase política. Todos atentan groseramente contra los mismos principios fundacionales de la Unión. El primero es haber consentido el desprestigio de las figuras más destacadas del estamento político. Podría parecer que una vicepresidenta del Parlamento Europeo comprada con el dinero de los jeques árabes es una excepción muy puntual. Pero eso no es nada comparado con las aberraciones de la cúpula. El modo en que personajes clave como la Presidenta Ursula von der Leyen, Josep Borrell, Jens Stoltenberg y otros, se han convertido en peones al servicio de Estados Unidos, por su propio interés personal y curricular, demuestra que el mal está más profundamente arraigado de lo que pensábamos.

El segundo error de esta Europa oficial que se nos va por el desagüe es haber renunciado a las políticas de mercado y a la libertad económica en favor del intervencionismo, la planificación y determinadas hojas de ruta como la sostenibilidad, el coche eléctrico y demás bobadas que a la larga se han de revelar como negocios de pérdida. Nada de esto era necesario. Todos somos ecologistas por la educación recibida a lo largo de más de 40 años y la intensa labor de relaciones públicas llevada a cabo por Greenpeace y otras ONGs. Nadie en su sano juicio tira basura en el campo, ni se deja las luces encendidas o el grifo abierto. No hace falta que nos obliguen a militar en agendas medioambientales, ni aprobar leyes que reorganizan el conjunto de nuestra existencia en torno a visiones utópicas de la economía circular y la lucha contra el cambio climático. Habría bastado aplicar criterios de racionalidad y una cooperación más eficiente entre los sectores público y privado. Por el camino de la sostenibilidad extremista y dogmática no se va hacia un mundo mejor, sino hacia la servidumbre, la sovietización y el ecofascismo.

El fallo más grave, sin embargo, tiene que ver con la política exterior y sus consecuencias, que van más allá del abastecimiento energético y la inflación. La Europa que conocemos se creó con un objetivo progresista bien entendido: asegurar la paz en su territorio y fomentarla en el resto del mundo. ¿Qué se ha hecho de aquellos nobles ideales ilustrados? De la noche a la mañana echamos por la borda ese noble propósito para intervenir, con irrefrenable y fanática pasión, a favor de uno de los dos bandos combatiente en la guerra de Ucrania, cuando lo más sensato, moral y acorde a los principios europeos, habría sido forzar procesos de negociación diplomática u organizar una conferencia de paz en alguna de las grandes capitales europeas como Viena o Madrid. Si eres una maestra de escuela y te han encargado que vigiles el patio del colegio, ¿qué harás cuando se produzca una riña? ¿Separar a los críos o ayudar a uno de ellos a pelear contra el otro?

Una de las finalidades esenciales de las instituciones europeas, en el momento de su fundación, era erradicar los nacionalismos agresivos que habían llevado a las grandes guerras del siglo XX. Pues bien, ahora mismo estamos apoyando a un régimen político basado en los mismos planteamientos que siempre hemos negado. Lavamos la cara a un régimen como el de Kiev, que mucho antes de la actual guerra, incluso con anterioridad al conflicto del Donbass y el golpe de estado del Majdan, ya derogaba leyes lingüísticas y tenía la intención de poner todo el sistema político ucraniano bajo el control de una etnia dominante. Convertimos en héroe a un personaje tan frívolo como Celensqui, incluso le hacemos fotos en Vogue. Suministramos armas que van a parar a manos no del ejército regular de Ucrania, sino de unas milicias que llevan en sus estandartes el mismo emblema que la Segunda División Panzer de las SS en la Segunda Guerra Mundial, y, oiga, ¡aquí no pasa nada!. Compramos a los medios para que hagan propaganda y distorsionamos la realidad, convirtiendo en una cruzada por la democracia lo que en el fondo no es más que una sórdida guerra como otra cualquiera. Y no nos importa que para ello tengan que morir miles de personas en una guerra de desgaste sostenida con nuestros propios suministros.

Nadie sabe cómo terminará la guerra. Lo único cierto -y esta es una idea a la que nos tenemos que ir acostumbrando- es que en algún momento la Unión Europea va a dejar tirada a Ucrania. Pero este tampoco es el tema. Lo importante aquí es entender que si el prestigio de Europa en el mundo está por los suelos, no se debe a la pujanza inevitable de las dictaduras iliberales (Rusia, China) ni los nuevos global players (India, Brasil). La culpa la tienen el mal hacer de nuestros políticos, su cortoplacismo, su mediocridad y su estupidez, su falta de formación y las catastróficas decisiones que toman, y que pueden terminar en un nuevo hundimiento de Europa similar al que sufrió en la década de los años 40 del siglo pasado.

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