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Novak Djokovic y el fiasco de las vacunas

Novak Djokovic

Un tenista rebelde incendia las redes. Esto no sucede por casualidad. Es el resultado de una confluencia causal explosiva: por un lado, el poder viral de las redes sociales; por otro, la colosal incompetencia de gobiernos y administraciones sanitarias para gestionar una crisis que, por las razones que en seguida vamos a detallar, se ha convertido en uno de los mayores fracasos de organización y comunicación de todos los tiempos. El error de base tuvo lugar en los comienzos de la pandemia, allá por el mes de febrero del año 2020. Se dejó al patógeno totalmente descontrolado en sus primeras etapas de expansión (que son las más críticas) y, cuando nos quisimos dar cuenta, a mediados de marzo, ya era tarde. La única alternativa era desplegar una estrategia de contención (“aplanamiento de la curva”, como prefieren llamarla los adictos al eufemismo políticamente correcto) con confinamientos masivos, cierres perimetrales, restricciones de movilidad, toques de queda, y una parálisis ruinosa de la economía.

Para encubrir tan monumental fracaso, los gobiernos decidieron apostarlo todo a la carta de unas vacunas desarrolladas en tiempo récord -sin tener en cuenta los posibles efectos secundarios a largo plazo-. Las farmacéuticas dieron un paso al frente. Se escaló la producción y se montó una campaña de propaganda gigantesca. Al principio todo marchaba bien. Pero con el tiempo se manifestó aquí también el pecado original de esa tecnocracia intervencionista y burocratizada que rige los destinos del Estado del Bienestar: su inveterada e incurable incompetencia. Todo se volvió a hundir con el mismo estrépito, anegado en un tsunami de desinformación y protesta social. En un clima así de enrarecido, no extraña que el gesto de desafío de un simple particular, Novak Djokovic, desencadenase una llamarada en las redes.

El problema no es que la clase política se resista a admitir un hecho tan obvio como que la nueva cepa Omicron invalida por completo la eficacia de unas vacunas que fueron creadas sobre la base de las cepas originales del patógeno. El problema es que la estrategia de comunicación ha fallado en toda la regla, creando una crisis de confianza en las vacunas a la que ahora se intenta hacer frente a través del mismo tipo de propaganda que los partidos políticos en el poder emplean en sus campañas electorales. Incluso esto sería disculpable si no fuese porque falla también el requisito más importante para una correcta actuación, tanto política como de resolución de problemas: la adecuada comprensión de la realidad y la capacidad de obrar en consecuencia.

Los gobiernos se comportan como si fuese algo inevitable que el sistema de atención hospitalaria y las UCIs fuesen una magnitud fija, de imposible ampliación. A través de normativas surrealistas, coacciones intolerables como el pasaporte Covid y un recorte de libertades que hace peligrar el Estado de Derecho, obligan a toda la sociedad y al sistema económico a pasar por ese cuello de botella que suponen las 200 camas de la UCI en una comunidad autónoma, cuando lo que deberían estar haciendo, desde hace meses, es trabajar por una una ampliación de la capacidad de respuesta médica frente a un patógeno incontrolable.

Estamos en guerra. Y lo que la guerra requiere no es propaganda, ni periodismo subvencionado, ni señalar a una parte de la población como chivo expiatorio azuzando contra ella la inquina del populacho. Para ganar una guerra lo que se precisa es armamento, soldados y un buen tren de pertrechos. Fabricación de respiradores y material sanitario, habilitación de polideportivos y recintos feriales como hospitales de campaña, movilización masiva de estudiantes de medicina y sanitarios en prácticas: esas son las medidas que no se toman y se deberían estar tomando. Aunque al final no hicieran falta, tan solo el anuncio de las mismas, combinado con un llamamiento masivo a la autorresponsabilidad y la colaboración de la ciudadanía, sería suficiente para restablecer la confianza.

El coste sería infinitamente menor que el de continuar esta campaña de vacunación con productos de homeopatía que cada vez menos gente quiere comprar, o que el PIB perdido por los confinamientos y cierres de bares. Ni siquiera haría falta un Plan España Puede, financiado con 70.000 millones de deuda con cargo al bolsillo de las generaciones futuras.

Por desgracia, vivimos en una época en la que el ciudadano no solo tiene que pagarle el sueldo a estos políticos que nos gobiernan, tan parasitarios como los nobles de la Edad Media: también hay que decirles lo que tienen que hacer. En otras palabras, el mundo patas arriba. Como en aquel mítico tebeo del Capitán Trueno en que el tiranuelo de turno insistía en que lo correcto era construir un granero comenzando por el tejado y sus esbirros debían cabalgar al revés.

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