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La resbaladiza legalidad del pasaporte Covid

Pasaporte Covid

¿Hasta qué punto es consistente con la legalidad vigente esa infamia adornada con un código QR a la que llaman “pasaporte” Covid? Esta es una cuestión que convendría aclarar. De lo contrario, el día de mañana cualquier concejal de ayuntamiento de pueblo dispondría de precedentes para ordenar a discreción el cierre de bares, calles, talleres mecánicos e incluso para instalar una caseta de cobro de peajes junto a la pasarela que cruza el río. Se supone que cualquier medida que, para cumplir objetivos de utilidad pública, tenga que restringir derechos de algún tipo, relativos a la movilidad de la ciudadanía, datos personales o el funcionamiento de las empresas, debería estar respaldada por un sólido instrumento legal -como por ejemplo uno de esos estados de alarma que últimamente los jueces se muestran reacios a autorizar- y no en las consideraciones posibilistas de unos magistrados del Supremo, totalmente desprovistas de criterio jurídico y referencias a parágrafos de la ley o apartados de la jurisprudencia.

Es ahí, precisamente, donde comenzó a torcerse esta aventura gubernativa del pasaporte Covid. Hasta entonces todo iba caminando por lo segado, como dicen en Asturias. El Tribunal Supremo del País Vasco, en un primer momento, denegó a la administración autonómica el establecimiento del pasaporte Covid porque “afectaba a derechos como el de reunión, libertades de circulación, expresión y creación artística”. Eso son palabras mayores. Además, está en los manuales de primer curso de cualquier carrera de leyes.

Pero entonces llegó la réplica del Supremo, cuajada de distingos, adjetivos, matizaciones y circunloquios que podríamos escuchar en un programa de José Mota, pero raramente en una citación judicial: que si “la distinta gravedad actual de la pandemia, la menor agresividad de la enfermedad en muchos casos, la más reducida ocupación hospitalaria y de las unidades de cuidados intensivos que en ocasiones precedentes no justifican prescindir de las prevenciones necesarias para evitar que se reproduzcan los momentos críticos del pasado”, etc. etc.

Con este papel en la mano, el Gobierno Vasco vuelve grupas y pone manos a la obra: “¿Lo veis? No nos lo prohíben. Luego tenemos vía libre para hacer lo que queramos. De modo que a por ellos”. Y de este modo es como la indecisa postura de unos togados de Madrid y el furor normativo de la administración vasca ha producido una situación del todo delirante, digna de película de los Hermanos Marx, en vísperas de Navidad y en medio de un pánico mundial provocado por el ascenso de la variante Omicron.

Cuesta no ver en segundo plano el juego de las fuerzas del poder. Quien manda en la pandemia no es Osakidetza, ni siquiera Urkullu, sino Sánchez. Y gracias a su puesto como presidente de la comisión que administra el Plan España Puede y los 72.000 millones de las ayudas de Bruselas, Moncloa tiene a todos los presidentes autonómicos comiéndole de la mano, como si fueran gallinas en un corral.

Lo lamentable no es esto, sino el descrédito del Poder Judicial. El cesarismo de los gobiernos tiene remedio, pero la incompetencia jurídica no. Cuando las decisiones importantes se toman sobre la base de una simple charleta de jueces a la salida del TS -¿y quién sabe si cuando emitieron su respuesta al Gobierno Vasco no estaban todos en la cafetería, sin mascarillas ni certificados de vacunación en el móvil?- y no con coherencia profesional, mediante informes jurídicos razonados (como hizo el TSJPV) en su primera respuesta a la cuestión, entonces el Estado de Derecho pierde su razón de ser.

Pero en fin, ya estamos acostumbrados a que las cosas se hagan de esta manera. Solo queda esperar a ese comando de abogados en paro, pero fuertemente motivados, que pongan en marcha la maquinaria de los recursos y las demandas por los perjuicios causados en virtud del artículo 33.

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