¿Cuál es la Historia?

Narrativas de lo que acontece bajo la línea de flotación

Vacunas obligatorias y crisis de confianza

Vacunas

Alguien dijo una vez que la misión de los historiadores no consiste en explicar el pasado, sino en ocultar la verdad. Y desde hace dos años, eso nunca ha sido más cierto. China superó la crisis del Coronavirus en solo dos meses por haber tomado las medidas adecuadas desde un punto de vista estrictamente sanitario y científico: detección temprana, confinamientos selectivos y despliegue de una estrategia de supresión total del patógeno. Es decir, aplicó todo aquello que los expertos en epidemiología de todo el mundo llevan recomendando a los gobiernos desde el año 1927. Otros países que hicieron lo mismo -Australia, Corea del Sur- cosecharon idénticos resultados. Occidente, por el contrario, dejándose llevar por la autocomplacencia y esa especie de racismo light que oculta bajo su palabrería humanitaria y políticamente correcta, perdió un tiempo precioso. Cuando quiso reaccionar, bien entrado marzo de 2020, ya era tarde.

Así es como nos hemos visto abocados a este ciclo interminable de confinamientos masivos, crisis económica y desbordamiento de las finanzas públicas que pronto entrará en su tercer año. La OMS y los gobiernos de los países relevantes -EEUU, Alemania, Francia, Gran Bretaña, etc.- decidieron apostarlo todo a la carta de las vacunas. Desde el principio ha estado claro el propósito de escribir una narrativa heroica oficial que sirva para tapar los desastres de la gestión pública del Coronavirus. Esta incompetencia gubernativa comprende múltiples estilos: desde el negacionismo de líderes populistas allende el charco como Trump, Bolsonaro y AMLO hasta un febril y surrealista despliegue de medidas burocráticas respaldadas por comités de expertos que reinterpretan a su manera la ciencia médica, como en el caso de Nancy Pelosi, Ursula von der Leyen, Angela Merkel y Pedro Sánchez.

Como solución basada en el realismo político, no era mala idea. Pero fracasó, aunque no por culpa de unas vacunas cuya eficacia nadie pone en duda, al menos hasta cierto punto. Simplemente, los gobiernos no supieron generar el necesario clima de confianza pública. Sus portavoces fueron incapaces de explicar con objetividad, a través de un discurso unitario, abierto, honesto y creíble, todo lo necesario: ventajas, inconvenientes, procedimientos y, sobre todo, lo que conviene saber en relación con la cuestión de los posibles efectos secundarios a largo plazo, que hoy día constituye el principal foco de resistencia de esa parte de la población (incluyendo un porcentaje relevante de médicos y sanitarios) que no quiere vacunarse.

La crisis del Coronavirus no tiene que ver con los patógenos ni la ciencia médica. En ella todo gira en torno a la política y la comunicación. En lugar de estar siempre capoteando al toro social con pasaportes Covid y propaganda anti-conspiranoica, los gobiernos podrían asestar una estocada fatal ordenando la vacunación obligatoria. Esa sí que sería una solución definitiva. Pero para ello no existe liderazgo ni valor en nuestra clase política. Se prefiere meter presión a los bares para forzar al paisanaje a que tome la decisión voluntaria de vacunarse. Pero ojo -aquí está el detalle importante-, porque la plebe lo quiere. No porque nosotros desde arriba hayamos impuesto nada a nadie.

¿Hacer las vacunas obligatorias por ley? Eso sería lo último. De cara al futuro nadie, ni Sánchez, ni Urkullu, ni siquiera los austríacos, están dispuestos a asumir la responsabilidad derivada de la incómoda cuestión de los efectos secundarios a largo plazo. Y de este modo, a punto de comenzar el año 2022, nos vemos abocados a una nueva ronda de fracasos políticos e institucionales en la gestión del Covid-19. A ver qué se les ocurre ahora para disimularlos.

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