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Efecto Bilbao: arquitectura con fecha de caducidad

Bilbao - Jado

Hace años, una empresa de Bilbao me encargó traducir una entrevista al arquitecto holandés Rem Koolhaas sobre el Museo Guggenheim, el “efecto” Bilbao y otros temas de urbanismo moderno. Koolhaas -algunos dicen que por despecho, al no haber obtenido ninguno de los substanciosos contratos para la remodelación de Abandoibarra- sostenía que una obra como el Guggenheim, posmoderna, efectista y aparatosa, no estaba hecha para integrarse en el entorno orgánico y la estructura social de Bilbao, sino para existir en lo que él denominada un “espacio mediático”. En otras palabras, y al contrario que el Parque de Doña Casilda o incluso el propio Museo de Bellas Artes, la función del Guggenheim no consistía en facilitar itinerarios útiles para la creación de vida social y satisfacción de intereses de la ciudadanía, sino en atraer la atención a través de los medios de comunicación (reportajes de TV, folletos publicitarios, redes sociales, congresos de turismo, exposiciones espectaculares de motocicletas o soldados de terracota, películas de James Bond, etc.). Este tipo de productos mediáticos, según Koolhaas, no se generan con el propósito de legarlos a las generaciones del porvenir. Tienen una vida media muy corta, de una o dos décadas.

Rem Koolhaas efectuó estas declaraciones más o menos hacia el cambio de milenio. El abrupto final del modelo Bilbao, a raíz de la pandemia del Coronavirus, las ha hecho proféticas. En la actualidad nos encontramos con el hecho de que por primera vez podemos hablar del Guggenheim y el urbanismo vanguardista de Bilbao con cierto sentido crítico y no ciñéndonos a la guía de estilo conformista y afín a los intereses creados que ha dominado el debate público durante el último cuarto de siglo. El que esto escribe no se posiciona ni a favor ni en contra. Muy al contrario, por discreción me considero obligado a mirar todo el tema con gratitud y desde el mayor de los respetos, ya que durante muchos años estuve trabajando como guía de turismo y gané mi buen dinero paseando a grupos de alemanes y norteamericanos en el Guggenheim. Pero al final es necesario hablar con franqueza de ciertos temas, si queremos desarrollar un nuevo concepto de futuro para Bilbao.

El arquitecto londinense de origen yugoslavo Deyan Sudjic es autor de un libro titulado “La arquitectura del poder – Cómo los ricos y poderosos dan forma a nuestro mundo” (Ariel 2007), en el que combinando el rigor del periodista especializado con la ironía punzante del cosmopolita escéptico, pone al descubierto los entresijos de una extraordinaria relación histórica de amor-odio, como la que mantuvieron en el siglo XVI el Papa Julio II y Miguel Angel bajo los andamios de la Capilla Sixtina, y que fue inmortalizada en aquella extraordinaria película del año 1965, “El tormento y el éxtasis“, con Charlton Heston y Rex Harrison: por un lado magnates, presidentes, líderes religiosos y dictadores, espoleados a partes iguales por su ansia de gloria y el miedo a la muerte; por otro, un selecto grupo de arquitectos-estrella que se las ingenian para acaparar las adjudicaciones de los proyectos más importantes, y de paso hacen historia creando los paisajes de nuestra moderna civilización urbana.

En las páginas del libro -cuya lectura recomiendo encarecidamente- Sudjic pasa revista a una galería de personajes (Hitler, Stalin, el Sha de Persia, Juscelino Kubitschek, Saddam Hussein) y a sus arquitectos de cámara (Albert Speer, Boris Iofan, Llewelyn Davies, Oscar Niemeyer, etc.), quitando la tapa que cubre el mecanismo de un proceso de creación de formas que nada tiene que ver con la arquitectura tradicional, aquella que en tiempos de los antiguos servía para construir edificios integrados en la estructura sociocultural de la ciudad. En resumen, un ensayo demoledor, que desmitica por completo la profesión de la arquitectura. Si Calatrava no ha demandado al autor, es porque todavía no lo ha debido leer. Por cierto, hay bastantes páginas dedicadas al Guggenheim y al “efecto Bilbao”.

Según la historia oficial (sintetizada en esos discursos populistas con los que el difunto alcalde de Bilbao Iñaki Azkuna ganaba una elección tras otra, mientras sus adversarios políticos perdían el tiempo compilando dossiers jurídicos sobre viviendas sociales o el matadero de Zorroza), el Museo Guggenheim fue una apuesta de alto riesgo mediante la cual Bilbao consiguió superar la crisis industrial de los años 80. Por muy listos que fueran los políticos, en el fondo nadie sabía en qué iba a parar todo aquello. Literalmente se estaba dando un salto al vacío. El órdago triunfó, y en pocos años la ciudad se vio inmersa en un proceso acelerado y sinérgico de recuperación urbanística, iniciando su travesía hacia el siglo XXI.

Mirando en retrospectiva, y a la luza de la sabiduría que nos da el haber pasado por un impacto tan traumático como la pandemia del Covid-19, comenzamos a darnos cuenta de que tampoco había para tanto. El Guggenheim y el tan cacareado “efecto” Bilbao tienen mucho de bluff. El perro Puppy y su caseta de titanio son lo que queda del ambicioso proyecto de Thomas Krens de fundar una franquicia mundial basada en la casa matriz de Nueva York. Dicho proyecto estaba condenado a fracasar por razones de coste, logística y un planteamiento groseramente mercantil de las artes creativas.

Hablando con sinceridad, ha de reconocerse que el “efecto Bilbao” jamás estuvo a la altura del talento de una ciudad que en siglos pasados, cuando el mundo era más grande, tejió sus redes comerciales hasta los puertos más alejados del orbe. Una gloriosa plaza comercial que con sus ordenanzas de 1737 marcó un hito en la legislación española sobre comercio y letras de cambio, sirviendo de modelo para los códigos de derecho mercantil de las nacientes repúblicas latinoamericanas. El futuro de este modelo tampoco es prometedor que digamos, por mucho que se empeñen los urbanistas municipales, y por más que los turistas vengan -cada vez en menor número y en grupos más pequeños- a hacerse fotografías junto a la estatua floral de ese gigantesco can que tanto enfada al arquitecto Iñaki Uriarte, vitriólicamente crítico con el urbanismo postmoderno de Bilbao, esa vaca sagrada de la que pocas voces se han atrevido a disentir abiertamente. Uriarte es una de ellas, prácticamente la única, y ha tenido que pagarlo con la exclusión forzada de algún que otro organismo de prensa municipal en el que colaboraba. Al cabo de los años, sigo disfrutando malignamente leyendo lo que escribe sobre algunas de las atrocidades urbanísticas perpetradas en esta Noble Villa durante el último medio siglo.

Hablamos del Guggenheim, pero se podría decir prácticamente lo mismo del resto del lote, compuesto por todo el aparatoso hábitat arquitectónico que el “efecto Bilbao” generó a las puertas de nuestras viviendas: pasarelas del más  diverso estilo, una de ellas ligera como la gráfica de una ecuación (Calatrava), la otra con aspecto de cajón (Universidad de Deusto), que vista desde abajo parece un enorme lagarto; rascacielos contraproducentes (Torres Isozaki), y un centro comercial vulgar a más no poder (Zubiarte). Y a juzgar por el trajín de las grúas en Zorrozaurre, está claro que los planificadores muicipales se hallan dispuestos a completar un proyecto de arquitectura mediática al que ya no se le ve mucho sentido. Pensar que todo esto tiene fecha de caducidad le deja a uno intranquilo. Aun cuando para ese momento las obras estuvieran amortizadas en su totalidad, ¿qué vamos a hacer con todo este jardín de vigas de acero recubiertas de piedra artificial? ¿Cerrarlo como la Expo de Sevilla, como uno de esos estudios de Almería donde antiguamente se rodaban películas del oeste? Sé que es duro plantearlo así. Pero tarde o temprano habrá que ocuparse del asunto.

Algún día habrá que volver al sentido comun, a la racionalidad, al pensamiento práctico y a un sentido de las cosas proporcionado y socialmente útil. El verdadero urbanismo no surge de las ambiciones políticas ni de la obsesión mediática. Brota de la reflexión, la previsión, la estrategia a largo plazo y el propósito de solucionar los problemas y satisfacer necesidades personales, sociales e identitarias de la ciudadanía. Es por esto que Bilbao sale en películas mediocres y en la publicidad de las agencias de viajes, mientras que Alepo y Timgad, miles de años después de su desaparición, todavía forman parte del temario en las facultades de arquitectura.

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