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Ayuso y Urkullu, el extraño frente común

Ayuso y Urkullu

La última Conferencia de Presidentes Autonómicos nos acaba de ofrecer la típica impresión de irrelevancia cantonal que hace años dejó de ser la mejor imagen de marca del Régimen del 78 y su Estado de las Autonomías, gobernado por una casta de aparateros profesionales que consumen la mayor parte de los recursos del país en el sostenimiento de clientelas locales y empresas públicas atestadas de talento pueblerino. Ni siquiera la ausencia de Pere Aragonès -más que un gesto de desafío, un dar la cara forzado por las cricunstancias y para cumplir de puertas adentro- logró llamar la atención de ningún periodista en busca de titulares para llenar las aburridas portadas estivales de los periódicos. Dos cosas sí han llamado la atención: en primer lugar, la resistencia de varios taifas locales -entre ellos dos gobernados por el PSOE- a los planes de para poner nuevos impuestos en Madrid. La otra, esa tácita y extraña alianza que parece haberse constituido entre dos personajes tan dispares como Iñigo Urkullu e Isabel Díaz Ayuso. En teoría, y según la versión más digerible, elaborada para consumo de los lectores de El Mundo, El País y otros medios de prensa semioficiales, esto se explica por el enfado de Euskadi y Madrid ante la política de gestión del Covid-19 llevada a cabo por el Gobierno Central.

A Ayuso no le gusta que le aprieten las tuercas con lo de la hostelería y el impuesto sobre el patrimonio. Urkullu desearía tener potestad para cerrar bares, calzarle al pueblo vasco una nueva remesa de mascarillas y más cierres perimetrales. Así, desde planteamientos e intereses opuestos, surge una unión de intereses fundamentada en el hecho de que lo importante no es dónde aprieta el zapato, sino la propia molestia del pie al andar. Semejante lectura de la situación resulta superficial e incompleta, porque en realidad hay más. El verdadero problema reside en la financiación autonómica. De ahí el rechazo de otras autonomías socialistas a los disparatados planes de armonización fiscal de Pedro Sánchez y esa Ministra de Hacienda suya que cada vez se parece más a Margaret Thatcher.

El motor económico de Madrid, que marcha como un tiro gracias a sus políticas liberales y su popularidad como destino de inversión de los grandes fondos mundiales, produce un excedente fiscal que sirve para enjugar el déficit de las autonomías menos pujantes -independientemente de que estén gobernadas por el PSOE o el PP-. Cargar de impuestos a Madrid significa poner palos en la rueda de la maquinaria de financiación autonómica. Hay que ser muy imbécil para no darse cuenta de algo tan básico. De un burócrata de partido irrelevante y panzón como Ximo Puig tal cortedad de miras era de esperar. Pero no de un político profesional como Pedro Sánchez, curtido en intrigas mil y experto en el arte de la supervivencia.

A Urkullu el asunto le toca de cerca. Podría pensarse que Euskadi, por su autonomía fiscal y el principio de responsabilidad de las Haciendas Forales, se encuentra al margen de las tribulaciones presupuestarias del resto de los territorios autonómicos. En la práctica no es así. En una época de escasez crónica de recursos financieros, en que las dádivas de Bruselas no bastan para cubrir las necesidades presupuestarias de las autonomías y de un Estado endeudado hasta las cejas y siempre ávido de dinero, resulta inevitable que la atención pública termine dirigiéndose hacia las pocas reservas de efectivo no aprovechadas: los privilegiados sistemas forales de Navarra y el país Vasco. Esto es lo que Urkullu quiere evitar. Y de ahí su inteligencia con Ayuso. El dinamismo empresarial de Madrid y el fracaso económico vasco, disfrazado de oasis socialdemócrata identitario y feliz, se complementan a la perfección ante la necesidad de ponerle límites a un gobierno desnortado y caótico en pleno proceso de descomposición.

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