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Juan Mari Aburto: un alcalde happy

Azkuna y Aburto

Cuando Juan Mari Aburto sucedió al difunto Iñaki Azkuna al frente de la alcaldía de Bilbao, sabía muy bien cuál era la vara de medir que la ciudadanía de Bilbao le iba a aplicar. Consciente del riesgo de salir desfavorecido en cualquier comparación con su predecesor, Aburto decidió presentarse ante la opinión pública de un modo distinto. Como alcaldes y como políticos, los dos diferían en gran medida: Azkuna era una figura carismática con poder de convocatoria y gran presencia personal. Su don de gentes y su oportunismo le permitieron cubrir sin esfuerzo aparente el abismo curricular existente entre su consulta médica y el salón árabe del Ayuntamiento. Por su parte Aburto, como todos sabemos, procede de la administración foral y está bien formado en gestión. Carece por completo de carisma y sus dotes de liderazgo son nulas. Pero fue lo suficientemente hábil para dar un paso al frente en un momento en que el PNV no tenía más cartas que jugar en el pantanoso terreno de la política municipal bilbaina.

Lo que hizo Aburto estaba condicionado por su propia falta de brillo en la comparación con un personaje tan poderoso como Azkuna, incluso en los momentos en que su vida estaba a punto de acabar. De entrada, el elemento chirene y bilbainizante quedaba fuera de la ecuación. Nada de seguir los pasos de otro más grande, ni de competir en liderazgo, ni de buscar el contacto personal con el ciudadano de a pie en animadas discusiones con estrechamiento de manos y palmaditas en el hombro. Todo esto habría sido visto como un torpe intento de imitación y Aburto lo sabía. Por ello decidió seguir la única senda practicable: concentrarse en la mecánica de la eficiencia administrativa, recoger el testigo por la vía de la gestión, presentarse como el capitán de reserva de un buque que ya había salido de puerto con los tanques llenos y el rumbo bien trazado. Los procesos burocráticos funcionarion y la maquinaria siguió funcionando sin fricción. De puertas afuera Aburto fue un alcalde “happy”, mínimamente populista, o sea, él mismo, sin pretensiones ni afán de destacar.

Algunos empezaron a burlarse de él. Se difudieron imágenes suyas cocinando tortillas y paellas de gran envergadura durante la Semana Grande, paseando ufano bajo la lluvia, yendo de compras por la Gran Vía o haciendo el ridículo en los aurreskus del 15 de agosto. A todo ello el nuevo alcalde de Bilbao respondía no ya con indiferencia: ni siquiera se daba por enterado. Hizo suyo el refrán de “ladran, luego el vespino sube la cuesta”, y él a lo suyo. Hasta el día de hoy. Algún tipo de complicaciones de salud, o simplemente el deseo de conservarla en bien de sus conciudadanos y la corporación municipal, le han impulsado a llevar a cabo un régimen que podemos imaginar de lo más incómodo para un hombre de su complexión física y su idiosincrasia. En esto hay que reconocerle el mérito y empatizar con él. Para todo lo demás, Aburto sigue siendo el mismo que cuando cogió por primera vez la makila de Primer Edil, el 13 de junio de 2015.

Tras haber ganado sus segundas elecciones municipales en 2019, quizá es pronto para hacer balance de la gestión de Juan Mari Aburto en el Ayuntamiento de Bilbao. Las líneas de acción política y administrativa, fijadas por el Partido Nacionalista Vasco, siguen siendo las mismas que en tiempos de Azkuna. Ni los vaivenes de la política ni las necesidades de la economía han obligado a cambios sustanciales, y tampoco se espera que los haya en un futuro próximo. Se tiene la impresión de que la era Aburto es algo parecido a un período transitorio: la nave sigue la derrota prevista, queda fuel en los depósitos y no está previsto que haya un golpe de timón. Ni siquiera se ven icebergs. Puede que Bilbao tenga que emprender nuevos rumbos algún día, con la llegada del TAV y la incorporación progresiva de nuestra Villa a la red global de ciudades del siglo XXI. Pero para eso aun queda tiempo.

¿Qué podemos decir, en general, sobre el estilo Aburto, es decir, ese risueño presentarse como alcalde happy? No cabe duda de que le ha venido bien, pese al sarcasmo de los críticos. Su decisión de no permitir que le comparasen con Iñaki Azkuna fue acertada. Como gestor administrativo y político de escritorio -es opinión personal de quien esto escribe, sin pretensiones de que nadie se sume a ella si no le convence-, Juan Mari Aburto lo hace bien. Lo único que yo quitaría del cuadro es su grotesca costumbre de bailar los aurreskus de Begoña el día de la Patrona, que él justifica en virtud de una idea mal entendida de la tradición. De ese acto debería encargarse un dantzari profesional, para darle a un acontecimiento municipal como ese la solemnidad, el brillo y el empaque oficial que merece.

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