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Ole Scheeren: el arquitecto que cree en los rascacielos

Ninguna otra urbe ejemplifica como Bilbao la difícil relación entre la ciudad del siglo XXI y los rascacielos. Aquí se han construido edificios altos: las Torres Isozaki, el edificio Iberdrola de Cesar Pelli, una urbanización en Garellano y el complejo de Bolueta, con ciertas pretensiones de sostenibilidad pero dejado a medias, debido a la escasez de demanda y a un problema de base cuya existencia, por razones que no vienen a cuento, aun nos resistirmos a admitir: los rascacielos no son populares, al menos en Europa. Durante una época, bajo el embrujo progresista de la Bauhaus y el funcionalismo de posguerra, se les consideró el paradigma de una modernidad importada de Estados Unidos (ahí tenemos la torre BBVA, actualmente en proceso de rehabilitación). Pero después vino la reacción. Europa no necesita un estilo de construcción norteamericano, basado en la reproducción estandarizada, el apilamiento de unidades arquitectónicas fabricadas en serie y la creación de enormes colmenas laborales y residenciales en el centro de unas ciudades cargadas de cultura e historia. Los atentados terroristas del 11-S remataron la caída en desgracia de la construcción en altura en Europa.

Sin embargo, a veces sigue siendo necesario construir rascacielos, y no porque exista un mercado de preferencias estéticas relacionadas con ellos, sino por razones más prosaicas de rentabilidad de los proyectos y escasez de suelo en las grandes ciudades. Este es precisamente el caso de Bilbao. Una vez extinguido el entusiasmo por las torres de Isozaki y Cesar Pelli, la administración y la ciudadanía reaccionaron volviendo la espalda a la construcción en altura. Nadie quería presenciar cómo su histórica villa fundada en 1300 se convertía en algo parecido a Shanghai o Kuala Lumpur. Y sin embargo, los rascacielos volvieron. Primero en Garellano, no porque la gente hubiese cambiado de opinión, sino porque la decisión política de construir viviendas sociales en Abandoibarra hizo necesario improvisar varios edificios elevados para que a la promotora le salieran las cuentas. Idéntico ciclo de necesidad puede repetirse en un futuro próximo con el proyecto de soterramiento de líneas férreas y urbanización de la explanada ferroviaria junto a la estación Abando-Indalecio Prieto.

Los hechos están ahí: construir rascacielos y dedicarlos a fines residenciales -lo normal es que sean utilizados para oficinas- es algo inevitable. Ante estas circunstancias, a veces resulta patético el marketing con que promotores, constructoras, administración municipal y otras instancias interesadas intentan colocarle a la ciudadanía estos engendros arquitectónicos de la modernidad. He aquí algunos ejemplos, typical Bilbao: “magníficas vistas a la Ría” (la gran memez de Isozaki); “proximidad inmediata a la estación de autobuses” (todo un marchamo de exclusividad en Garellano); “primera torre autosostenible de Europa” (¡excelente argumento para trasladarse a vivir a Bolueta!). Y otras marrullerías conformistas por el estilo.

Lo que más llama la atención es que para vender un rascacielos nadie se sirve de una retórica positiva, ni en Bilbao ni en ninguna otra ciudad de Europa. Nadie proclama a los cuatro vientos que los edificios elevados son geniales, que son la pieza que al urbanismo moderno le falta para crear la ciudad ideal del siglo XXI, socialmente integrada y con una mezcla de funcionalidades enriquecedora y económicamente rentable, y que vivir en ellos puede constituir una experiencia única para gente de todas las categorías sociales: familias jóvenes, profesionales independientes, artistas, funcionarios y jubilados.

Nadie, salvo una persona: el arquitecto alemán Ole Scheeren (Karlsruhe 1971). Como nadie es profeta en su tierra, su estudio (Büro Ole Scheeren), pese a estar radicado en Berlín, ha hecho carrera desarrollando proyectos espectaculares en Asia (Interlace Singapur, Estación Central de la Televisión y Centro Cultural de Televisión en China, MahaNakhon de Bangkok y otros). Para Scheeren, que siendo adolescente recorrió China durante varios meses con su mochila a la espalda, y que hoy pasa la mayor parte de su tiempo en aviones y hoteles -de hecho ni siquiera posee un domicilio fijo-, el rascacielos no es una solución de circunstancias que hay que tolerar por razones de escasez de suelo. La construcción en altura es un valor positivo que funciona como elemento clave de una tendencia histórica fundamental de nuestro tiempo.

Para mediados del siglo XXI, se estima que más de un 70 por ciento de la población mundial vivirá en ciudades. El reto que supone este gigantesco movimiento de traslado, no solo desde las areas rurales, sino también desde unos suburbios que se han vuelto inseguros, decadentes y medioambientalmente insostenibles, movilizará todos los recursos políticos y tecnológicos de la civilización. El rediseño de las construcciones en altura será inevitable, y este es el espacio que explora Scheeren. Basta examinar cualquiera de sus obras para darnos cuenta de lo lejos que estamos de la hoja de ruta estética inicial trazada por la Bauhaus y Le Corbusier hace casi un siglo. En los tablones de dibujo de Ole Scheeren, el rascacielos moderno no es el mazacote estandarizado que vemos en el skyline de una metrópolis moderna. Por el contrario, intenta abrirse hacia el paisaje y también hacia el interior. Porque en el fondo, la filosofía arquitectónica de Scheeren es tradicional: el arquitecto debe diseñar y construir sus edificios teniendo presentes las necesidades sociales y la manera de ser de aquellos que han de ocuparlos.

Ole Scheeren enseña a Bilbao y al resto del mundo una lección que no deberíamos pasar por alto. Si el rascacielos es inevitable, ¿a qué viene ignorarlo o venderlo como si fuera un nicho en un cementerio? Veámoslo como algo positivo y construyámoslo bien. Aquello de lo que no podamos escapar, debemos verlo con el espíritu práctico de un judío ante algunas disyuntivas de la vida que parecen reales pero en el fondo son ilusorias: si has de comer carne de cerdo, al menos cómprala de primera.

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