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Bares y restaurantes: ¿Único negocio serio en Bilbao?

Plaza Nueva de Bilbao

Esta no es solo la impresión que tenemos cuando paseamos por la Plaza Nueva o la calle Diputación un jueves por la tarde. También responde a la realidad, y hay muchos que lo han experimentado en carne propia, como franquiciados, emprendedores o inversionistas. Pones un comercio de lo que sea, y a los pocos meses ya estás echando la persiana. ¿Han visto todos esos locales alquilados por Zara, Bershka, Desigual o incluso el consorcio relojero suízo Swatch en la Gran Vía de Bilbao. Dado el astronómico nivel de los alquileres en la zona, me sorprendería que alguno de ellos fuese rentable. Las grandes marcas los mantienen únicamente por razones de prestigio. Las pérdidas se cubren con los beneficios realizados en otras ubicaciones más productivas, compras en grandes almacenes o en Internet.

Pero, ¿bares, restaurantes, hoteles, tabernas, chiringuitos, KFCs, Burger Kings y Five Ups? Siempre atiborrados de clientes haciendo cola y enarbolando billetes de 50. Si eres extranjero y vienes de alguno de esos aburridos países del norte, en los que la gente compra la botella en el supermercado y se echa a perder en la intimidad del hogar, el espectáculo resulta fascinante: toda esa gente alternando en la calle, con amigos, compañeros de trabajo, cuadrillas e incluso niños, convirtiendo el exterior de una zona típica de ronda en un parque infantil. Algo que, si nos ponemos a pensarlo, tampoco resulta de lo más edificante, pero las cosas son así, por cultura e inercia generacional, y hay que aceptarlas.

Claramente para los bilbaínos, como en general para el resto de los españoles, el bar no es solo un punto de venta. También es un lugar de socialización, un foro y una válvula de escape. Siempre fue así. Pero en la época del Guggenheim y con el actual modelo económico basado en el turismo y la cultura, la situación resulta aun más manifiesta. La hostelería se ha vuelto imprescindible. Quítale a la gente las zonas de poteo y las terrazas, y el resultado no será un país más productivo y amante de los valores familiares, sino otra guerra civil.

Idoia Larrea Manzarbeitia, usuaria de Facebook que trabaja para la Diputación Foral de Bizkaia, ha tenido la amabilidad de explicarme, recurriendo a principios de Microeconomía, la razón de esta querencia de nuestros conciudadanos por el levantamiento de vaso. Para un determinado nivel de renta, que suele ser típico de nuestras clases medias, existe una zona de transición enrarecida entre la propensión marginal al consumo y su recíproca al ahorro. La primera se impone porque para lo poco que le sobra, la gente no considera interesantes las oportunidades de inversión en diversos activos, mucho menos en una época de tipos de interés cero o negativos. De manera que la ciudadanía tiende a gastar. La hostelería supone una forma de alegría, entretenimiento y socialización, fácilmente asequible al haberse renunciado a la más estoica posibilidad de ser el cadáver más rico del cementerio en favor de hijos ingratos o -¡peor aun!- la Administración Pública.

Lo cual no deja de resultar en el fondo un poco molesto, porque lo que queríamos no era esto. Nadie quiere que sus hijos trabajen como camareros, ni que terminen abriendo un bar. Ni siquiera nos atrae la idea de que algún día lleguen a triunfar en este durísimo y competitivo ramo. Lo que realmente deseamos es un “modelo” económico basado en lo que había antes de la crisis: industria, banca, dinamismo empresarial. O al menos, que sean funcionarios del Gobierno Vasco o la Diputación Foral. Porque, señores, el vasco es muy señorito para eso: bares y restaurantes son una alternativa de ocio, el lugar al que vas para que te sirvan, pero no a servir. No entran en las expectativas curriculares de un pueblo que todavía, en pleno siglo XXI, vive aferrado al viejo karma supremacista y polvoriento de la hidalguía universal.

La lástima es que eso que anhelamos -industria, prosperidad, pujanza tecnológica- no lo tenemos, ni lo llegaremos jamás a tener con la actual política económica de las instituciones: demasiado intervencionismo, demasiada burocracia, demasiada conflictividad sindical, demasiada autocomplacencia y estadística manipulada para probar que los vascos tienen un nivel de vida mucho más alto del que realmente tienen. Se mire donde se mire, aparece siempre la misma postal: empresas en quiebra y bares con overbooking. Señoras y señores, esto no es Holanda, ni el modelo finlandés. Esto es Euskadi en 2019.

Incluso cuando se evalúa el impacto económico de los grandes eventos tecnológicos e industriales, como la BIEMH, Basque Industry u otros por el estilo, lo primero que lees en el periódico es lo que subieron las pernoctaciones hoteleras o el gasto en restaurantes. Algo que a nuestra clase política y al funcionariado que dirige nuestras instituciones debería darle vergüenza, pero que con el tiempo todos hemos terminando asumiendo con naturalidad. Razón tenía Ignacio de Loyola: los que no viven como piensan terminan pensando como viven.

Está claro que en algún momento habrá que cambiar el chip. Más que nada por cuestión de necesidad, para que en un futuro que ya no se barrunta lejano, las nuevas generaciones vascas puedan elegir si quieren trabajar junto a una célula de fabricación flexible o detrás de una barra. Entretanto, y mientras se pueda, nada nos quita de seguir disfrutando de un buen pintxopote en Ledesma. Sarna con gusto no pica. Vayámonos preparando porque pasado mañana es jueves.

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